sábado, 29 de septiembre de 2012

Las memorias de Don Bosco

Vi junto a mí un perrazo


El perro Gris fue ocasión de muchas conversaciones y de no pocas hipótesis.
Muchos de vosotros lo habéis visto y hasta acariciado. Pero en este momento, dando de
lado a las peregrinas historias que sobre él se cuentan, yo expondré la pura verdad.
Los frecuentes atentados de que era objeto me aconsejaban no ir solo a Turín, ni
tampoco volver. En aquel tiempo, el manicomio era el edificio más cercano al Oratorio;
todo lo demás eran terrenos llenos de espinos y acacias.
Una tarde oscura, a hora ya algo avanzada, volvía yo completamente solo, y no
sin algo de miedo, cuando vi junto a mí un perrazo que, a primera vista, me espantó;
mas, al no amenazarme agresivamente, sino, al contrario, al hacerme fiestas como si
fuera yo su dueño, nos pusimos pronto en buenas relaciones y me acompañó hasta el
Oratorio. Algo parecido sucedió muchas otras veces; de modo que puedo decir que el
Gris me ha prestado importantes servicios. Expondré algunos.
A fines de noviembre de 1854, en una tarde oscura y lluviosa, volvía de la ciudad
y, para andar lo menos posible por despoblado, venía por el camino que desde la
Consolata va hasta el Cottolengo. A un cierto punto advertí que dos hombres caminaban
a poca distancia de mí. Aceleraban o retardaban su paso cada vez que yo aceleraba o
retrasaba el mío. Cuando intenté pasar a la otra parte, para evitar el encuentro, ellos,
hábilmente, se me colocaron delante; quise desandar el camino, pero no me fue posible,
porque ellos repentinamente dieron unos saltos atrás y, sin decir palabra, me echaron
una manta encima. Hice cuanto pude por no dejarme envolver, pero todo fue inútil; aún
más, uno se empeñaba en amordazarme con un pañuelo. Yo quise gritar, pero
inútilmente. En aquel momento preciso apareció el Gris, y aullando como un oso, se
abalanzó con las patas delanteras contra uno y con la boca abierta contra el otro, de
modo que tenían que envolver al perro antes que a mí.
-¡Llame a ese perro! -se pusieron a gritar con espanto.
-Lo llamaré; pero no os metáis con los transeúntes.
-Pero ¡pronto! -exclamaban.
El Gris continuaba aullando como un lobo o como un oso enfurecido.
Reemprendieron ellos su camino, y el Gris, siempre a mi lado, me acompañó hasta
llegar al Cottolengo. Rehecho del susto y entonado con un buen vaso de vino que me
ofreció la caridad de aquella casa, detalle que suele tener siempre a punto en honor de
sus huéspedes, me volví al Oratorio bien escoltado.

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